Cristina entre las góndolas

Resulta que Roberto se pone de novio con Susana y hay que cambiarle el nombre al mercadito, que hasta ahora se llamaba Rober-Mar, Rober por Roberto y Mar por Marina, la novia anterior, y como Susana quiere que el mercado se llame igual que ella, a lo sumo Rober-Susi, y amenaza con dejarlo si él no le hace caso, al final Roberto acepta y entonces hay que cambiar el cartel de la puerta y los uniformes que decían Rober-Mar en la espalda ,y como José, el cajero, es muy flaco, todos los uniformes le quedan grandes y hay que mandar a hacer uno especialmente para él, así que él es el último en estrenarlo, una semana después que el resto y por eso Susana, que va al mercado a la tardecita a tomar mate con Roberto, y que no sabe nada de lo de los talles, al ver a José con el uniforme viejo piensa que no la quiere, que le está haciendo la guerra porque prefiere a la otra, y ahí entonces les cuenta a todos, Susana lo sabía por Roberto, que se lo contó cuando ella le preguntó por qué el chico de la caja estaba siempre tan serio, y es verdad, José no se ríe nunca, no porque esté triste, al contrario, su trabajo le gusta y los clientes le tienen cariño, hasta Roberto lo aprecia, y además conoce a todo el barrio y todo el barrio lo conoce, así que tampoco es por timidez ni mucho menos porque no quiera, ya se sabe que los enamorados andan siempre con ganas de reírse, pero José no puede reírse aunque está enamorado de Cristina, porque no puede arriesgarse a que Cristina conozca su secreto.
Cristina es la mucama de los Iglesias, que viven a unas cuadras del mercado y todos los lunes y jueves hace las compras en Rober-Mar, en Rober-Susi, y José puede adivinar su presencia antes de que llegue a la esquina, los lunes tiene olor a jabón de lavar la ropa y los jueves a cera para pisos, y a José le gusta escucharla caminar cuando se acerca, los pasos como latidos, como si ella también lo quisiera, y mientras escucha eso la mira a través del vidrio, la imagen como un cuadro en el que ella es la princesa de algún cuento, la cofia una corona y el uniforme un vestido de gala, y cada vez que Cristina entra al mercado pasa lo mismo, elige un changuito y se desliza entre las góndolas como si ella misma hubiese acomodado todo, lee las fechas de
vencimiento, huele la verdura a ver si está fresca y distribuye todo en el changuito, lo que se puede romper arriba y lo que no abajo, y después se va hacia las cajas y entonces José empieza a transpirar, cruza los dedos y reza en silencio, que elija esta caja, que elija esta caja, que me elija a mí, reza en silencio, a mí que la estoy esperando, no puede ir a la otra, eso ruega siempre José pero igual Cristina a veces va a la de Quique ¿por qué? ¿cómo puede hacerle eso? si José los lunes y jueves hasta es capaz de ser antipático con los demás clientes para que dejen su caja libre ¿por qué es tan indiferente si él la está esperando? y en realidad José sabe por qué, sabe que, como las demás clientas, pero las demás clientas a él no le importan, Cristina prefiere a Quique, que aparte de ser buen mozo trata a las mujeres como hay que tratarlas ¿qué dice la reina? les dice y después les muestra una sonrisa enorme con dientes blancos y parejos y además a Quique le dieron la caja porque sabía de números, no como a José, que empezó de repositor y en seguida hubo que cambiarlo porque tenía brazos tan débiles que no podía levantar nada.
A veces, por suerte, en la caja de Quique hay demasiada cola y entonces sí Cristina, que si tarda mucho la señora la reta, tiene que ir a la de José, que al final cuando la tiene en su caja se amarga pensando que si es por él le regala todo, que no puede regalárselo aunque quisiera, y además porque ni siquiera puede mirarla a los ojos por miedo de que el amor lo haga desconcentrarse y entonces solamente se preocupa porque sus propios labios no hagan evidente el secreto y por eso apenas le habla, apenas se limita a contestar ahá cuando Cristina le dice ¿me lo mandan de los Iglesias? y entonces ella se va y él, sin mirarla, soporta la pena de sentirla alejarse.
Después de que cierra el negocio, José maneja la camioneta y Quique entrega los pedidos, las casas son todas iguales y también son iguales las mujeres que los reciben, y las propinas, y las palabras, buenas tardes, muchas gracias, hasta luego, y sin embargo José se estremece al llamar a cada puerta como si cada una fuera un desafío antes de llegar a la última, la casa de los Iglesias, grande como un castillo, los pinos azules enormes como guardianes de una princesa encerrada y por eso para llamarla hay que tocar el portero, esperar que responda una voz que es la de ella pero es distinta,
¿quién es?, pregunta la voz y José responde con la misma dulzura el pedido del mercadito, y espera que ella salga y ella sale, las piernas de bailarina entre góndolas de flores, las mangas del uniforme arremangadas y ahora un olor distinto al que ella lleva al mercado, buenas tardes, dicen al mismo tiempo Cristina y José, y mientras ella abre el portón, Quique le guiña un ojo y le da el pedido diciéndole si quiere se lo entro y no espera respuesta porque sube rápido a la camioneta contento de haber terminado las entregas, y desde ahí le toca bocina a José que quisiera aprovechar lo más posible ese momento de intimidad con ella que ahora le dice gracias como diciéndole tenés que irte y entonces José asiente sin decir nada y da media vuelta y ya desde entonces empieza a extrañarla.
Los días en que no está previsto que Cristina haga los mandados José tampoco puede reírse, porque a veces ella viene por algo de último momento y él tiene que estar preparado aunque eso no pase casi nunca porque Cristina es muy cuidadosa en su trabajo, pero cuando pasa, se la ve nerviosa y a José le gusta verla así, menos segura que de costumbre, le parece que en el fondo es como él, que tiene miedo de que la vean, de que la descubran, de que alguien revele algún secreto tan terrible como el suyo, que de todas formas, y a pesar de tantas precauciones, Cristina ya conoce, en realidad no hay nadie que no lo sepa porque Susana se vengó de aquello de los uniformes contándole a todo el barrio que a José le faltan los dientes.
No fue difícil desparramar la noticia, bastó con decirlo en lo de Tita, la peluquera, un día en que estaban Carla, de la verdulería, y Graciela, una maestra del colegio, Susana sabía que Tita seguro que se lo iba a contar a las otras clientas, así que después con contárselo a Luisa, la presidenta del centro de jubilados, y a Nelly, la modista, era más que suficiente para que se enterara todo el mundo y por eso Susana se encargó de visitarlas a las dos y Luisa, conmovida, prometió hablar con un contacto que tienen en el Pami o por qué no organizar una rifa o un festival y así juntar fondos para regalarle unos dientes nuevos, pobre muchacho, y a lo de Nelly Susana fue un miércoles con la excusa de que tenía que hacerle el dobladillo a un pantalón y Mientras Nelly la medía le contaba todo y la hizo reír de tal forma que tuvo que sacarse los alfileres de la boca para no tragárselos así que dejó el centímetro y se
sentó, ¡con razón!, decía frunciendo la boca como José ¿cómo no me había avivado? si está claro como el agua, se rió Nelly y Susana se rió con ella pero ella no se rió porque le causara gracia sino por la satisfacción de vengarse y así estaban cuando sonó el timbre y como Nelly todavía no dejaba de reírse abrió Susana, le abrió a Cristina y la hizo pasar y la escuchó decir vengo a buscar lo de la señora pero lo que es Nelly parecía que no la escuchaba ¿supiste? le preguntó y Cristina le preguntó de qué, del chico del mercadito, le contestó Nelly y Cristina dijo ¿el Quique? y ahí aprovechó para hablar Susana ¡José! dijo, le faltan los dientes, dijo y más tarde, cuando Susana y Cristina se habían ido y las otras clientas iban llegando, Nelly seguía tentada de la risa.
Eso fue ayer miércoles, pero hoy jueves, un poco antes de las diez, José sabe que Cristina está por llegar, los pasos, el olor, y después la vidriera, el changuito entre las góndolas y cuando llega el momento de elegir esta vez él ni siquiera cruza los dedos porque en su caja hay cola y la de Quique está casi vacía así que ya se resigna a esperar el lunes y sin embargo mientras atiende con la cabeza gacha, mitad por amargura y mitad por precaución, ve detrás de otras piernas que no importan, las piernas de bailarina, ve los pies y le parece escuchar pasos pero esta vez es su propio corazón ¿por qué me elegiste a mí? ¿por qué venís conmigo? y además lo está mirando, José puede sentir su mirada tibia, la caricia suave de sus ojos negros ¿por qué no mirarla ahora? y hace eso, José mira a Cristina pero lo que encuentra no es una mirada de amor como la suya, no, los atrevidos ojos negros de Cristina le examinan la boca y es evidente que lo sabe pero también es evidente para Cristina que él se dio cuenta de cómo lo estaba mirando y por eso, porque no puede soportar la tristeza en los ojos de José, se cambia a la caja de Quique que ya no tiene gente y le está pintando bigotes al prócer de un billete falso y reacciona recién cuando Cristina, nerviosa, deja caer al suelo un frasco de mayonesa y entonces Quique suelta la birome y José se olvida de la gente que espera que él le cobre y los dos se apuran a ayudarla pero Quique, antes de que llegue José, ya se agachó y ahora está poniendo los vidrios en un papel de diario y ni levanta la cabeza para decirle a José andá, Josecito, traele otra mayonesa acá a la reina pero a Cristina sí la mira y le guiña un ojo y le dice
vos tranquila, reina, que acá está el rey Quique para solucionarte todo y ahora que levantó la cabeza para mirarla a ella se da cuenta de que José sigue parado donde estaba ¿y, maestro? le dice ¿no le querés hacer la gauchada a la reina, con lo linda que es? le dice y se ríe pero José está como paralizado, así que Quique se limpia las manos en el uniforme y dice dejá, dejá que va el rey, y después de darle a José una palmada en la mejilla, una palmada sobradora, se interna entre las góndolas y Cristina y José quedan frente a frente, ella conteniendo las lágrimas con la mirada perdida en el papel con los vidrios que quedó en el suelo y entonces José comprende que nunca va a ser suya.
Nadie sabe lo que pasó después, los que estaban en la cola no pudieron ver nada, ni Cristina pudo, pero igual en Adrogué nadie creyó lo que dijo Quique, que José lo había atacado primero y por la espalda, que le quiso romper una botella de vino en la cabeza, todos dijeron que eso era imposible, un muchacho tan bueno, y tan débil… Roberto, que escuchó los golpes y los gritos y fue el primero en llegar, encontró a José en el piso, casi enterrado abajo de las latas de choclo, el nuevo uniforme destrozado, la cara llena de sangre y, por primera vez, la boca abierta.
Susana no se sintió culpable al saber de la pelea, al contrario, le hubiese gustado decirle a José ahí tenés, por hacerme la guerra, pero después, cuando Roberto dijo ahora otra semana más hasta que le hagan el uniforme especial al pobre pibe, ella entendió lo que había pasado y ahí sí tuvo cargo de conciencia pero de todos modos nada, ni la dentadura nueva que el centro de jubilados le consiguió a José una semana más tarde, ni que después hubiesen echado a Quique porque Roberto lo descubrió robando chocolates aunque él le explicó que eran para la novia, ni lo que pasó cuando Roberto terminó peleándose con Susana y decidió cerrar el mercado, nada hubiera podido cambiar el destino, así que Cristina terminó casándose con otro, con un médico del barrio, y José, cuando al fin pudo sonreír, ya no tenía motivos para hacerlo.

Publicado en Permiso para quererte, Sudamericana, 2003.