Compramos el terreno hace casi tres años, cuando el padre de Victoria, al morir, le dejó a ella el chalet en Mar de Plata, la casita del Tigre y el departamento de la Capital, todo demasiado grande o demasiado lejos de todo para un matrimonio que sólo vive para ver crecer a los nietos que su hija se negaba a darle.
De manera que vendimos las propiedades y decidimos construir el hotel, muy cerca de nuestra futura gran familia en Adrogué, donde vivimos desde siempre. El primer año se fue en construir el edificio, y los meses siguientes en equiparlo y decorarlo al gusto de Victoria -que tiene un gusto excepcional. Cuando se acabó el dinero de la herencia recurrimos a nuestros ahorros y pronto nos quedamos sin nada, de modo que vendimos nuestra propia casa y nos instalamos en una habitación del hotel –lo que por otra parte resultó muy beneficioso para vigilar su funcionamiento desde adentro y asegurarnos de que el personal cumpliera nuestras órdenes al pie de la letra: se sabe que las mucamas tienen su mañas y que por lo general esas mañas perjudican a propietarios y clientes. No lo digo por decir. En una ocasión sorprendí a una de ellas frente al espejo con un vestido de Victoria apoyado sobre su cuerpo, y otra vez vi a una de las cocineras mojar un pedazo de pan en nuestra sopa. En ambas oportunidades decidí callar: si el personal se molesta los daños pueden ser mayores. Me limité a hacer que notaran que las había visto, y dejé que la vergüenza hiciera lo suyo.
Victoria se adaptó a la vida en el hotel mucho más rápido que yo, que extrañaba la posibilidad de bajar en bata a la sala a tomar el desayuno. Nuestra condición de anfitriones imponía siempre guardar las formas, y Victoria estaba obsesionada en dar una buena imagen al punto de no permitirme siquiera leer el diario detrás del mostrador de la conserjería. Por qué le hago caso, se comprende fácil: Victoria siempre tiene razón en todo. Incluso con lo del hotel: no fue su culpa, nadie hubiera podido prever lo que pasó.
El señor Sosa, nuestro primer huésped, llegó la segunda o la tercera noche después de la inauguración, escapando de una complicada situación familiar familiar, sin valijas porque no había tenido ocasión de hacerlas. Con el tiempo el hijo fue alcanzándole algunas cosas, pero se supo –el señor Sosa era vecino del barrio- que la mujer le había quemado ropa, libros y –de esto de esto se lamentaba más que nada- la caja con recuerdos que había heredado de su hermana mayor. Era así como se había quedado sin una sola foto de su madre, sin la imagen de su familia completa frente a la casa natal en Coronda y sin la pequeña lata con los dientes de leche del mismo señor Sosa que la hermana había conservado para –según él lo decía- asegurarle prosperidad.
Durante casi un mes él fue nuestro único huésped, y al hacer cuentas imposibles, más de una vez estuve tentado de reprocharle a Victoria el desatino de abrir un hotel en una pequeña ciudad que no es turística ni comercial ni nada. Por suerte me contuve: Victoria no es de tolerar reproches, y además pronto llegaron los Leiva.
Vinieron desde Mendoza para la boda del ahijado del matrimonio, pero durante la ceremonia religiosa la señora se descompensó y, cuando se supo que en realidad estaba embarazada y que la criatura estaba en riesgo, el señor Leiva dispuso que la familia se quedara donde estaba -en nuestro hotel- mientras la señora permanecía internada y personas de su confianza se encargarían de los negocios en la provincia.
Y justo cuando buscábamos niñera para las mellicitas Leiva llegó la señorita Aydeé, una joven que, según nos dijo mientras se registraba, venía de Misiones a estudiar en el conservatorio, y a la que el trabajo convenía. Victoria, que siempre encuentra una forma apropiada para decir las cosas más incómodas sin caer mal, le preguntó cómo se le había ocurrido hospedarse en Adrogué y no en la Capital, y la señorita Aydeé le explicó que llegaba al hotel por recomendación de su tía. En los meses que siguieron, sin embargo, no recibió llamados, visitas o correspondencia, ni la escuchamos cantar ni tocar ningún instrumento. Apenas les enseñaba a las mellicitas Leiva canciones conocidas por todos, como ser el Arroz con Leche.
El último de nuestros huéspedes estables fue el señor Weber, el obstetra alemán que el señor Leiva mandó a traer especialmente desde Berlín para cuidar a su mujer y al niño en camino.
El resto fueron pasajeros ocasionales, por lo general parejitas jóvenes de la Capital que usarían nuestro hotel para hacer sus cosas a escondidas de los padres, o parejas mayores que harían lo propio a espaldas de sus cónyuges. En una ocasión albergamos por quince días al elenco y a los técnicos de una película de la que algunas escenas se filmaban en Adrogué, y si disponemos ahora de algún dinero para salir del paso tras la desgracia es por aquella visita masiva.
Acerca del personal no tengo demasiado que decir. Las mucamas y cocineras casi no cuentan: las elegimos ante todo por su discreción, y según parece ese fue otro de los aciertos de Victoria. Nuestra hija Eugenia –sin nada que hacer porque no tenía hijos- nos ayudaba en la recepción cuando yo tenía que atender otros asuntos, o reemplazaba a la señorita Aydeé en el cuidado de las niñas Leiva cuando ella, según decía, tomaba clases en el conservatorio. Eugenia y mi yerno también se mudaron al hotel y él –para que no fuera del todo evidente que los manteníamos- debió ocuparse, bajo nuestra supervisión, del jardín y de la pileta que con excelente criterio Victoria hizo construir -nuestros huéspedes siempre agradecieron tener dónde refrescarse en los días de calor. De todo lo demás se encargaba ella misma.
Todo ocurrió a inicios del verano. Victoria había consultado con los huéspedes estables si pasarían las fiestas en el hotel, y como todos respondieron que sí, nos dispusimos a organizar las cenas de Navidad y Año Nuevo. Conseguí un pino enorme que mi yerno plantó junto a la pileta, y mi hija –que es habilidosa con todo lo que es manual- pintó piñas de dorado y las sostuvo al árbol con anchas cintas rojas. Victoria dispuso menúes que las cocineras prepararon durante semanas, y encargó largas listas de dulces y champagne francés para el momento del brindis. Ella misma hizo el pan dulce, con una receta que, de chica, le había enseñando mi difunta suegra.
El 24 de diciembre al mediodía el señor Sosa recibió la visita de su hijo y de sus nietos, dos hermosos varones de los que decía que eran –como lo serían para cualquiera en su lugar- su orgullo. Los niños le entregaron un paquete y le hicieron prometer que no lo abriría antes de medianoche. Cuando se fueron el señor Sosa se retiró a dormir la siesta, y esa noche vistió una corbata rosada que, según contó, era lo que le habían regalado los niños.
Por la tarde el señor Leiva llevó a las mellicitas al sanatorio a visitar a su madre, y las niñas volvieron llorando, ya que siempre la extrañaban mucho. Victoria, que se desvivía por ellas, mandó a Eugenia a comprar una muñeca para regalarle a cada una. El señor Leiva también le había encargado los regalos a ella, ya que la señorita Aydeé había estado muy ocupada, según decía, con sus estudios.
Esa tarde las niñas hablaron desde el teléfono de la recepción con la abuela que vivía en Mendoza, y antes de que cortaran Victoria tomó el auricular y felicitó a la señora por las hermosas, dulces y educadísimas nietas que tenía. El señor Weber también recibió llamados, pero como habló todo el tiempo en alemán nunca supimos de quiénes eran. A la señorita Aydeé no la llamó nadie.
Como las niñas tenían sueño la cena comenzó temprano, cuando todavía no eran las nueve. Fue una noche cálida pero agradable, y el olor de los jazmines en flor enmarca todo en mi recuerdo. Las decisiones de Victoria acerca del menú despertaron justificados elogios, y hasta las niñas Leiva –siempre inapetentes- comieron con gusto. El señor Leiva y el señor Sosa, sentados uno junto al otro, conversaron como de costumbre acerca de la economía del país; el doctor Weber se limitó a escucharlos –aunque no estoy seguro de que comprendiera del todo lo que decían. Las mellicitas se ubicaron a los lados de Eugenia, lo que ponía en evidencia que si ella no tenía hijos no era sólo por falta de predisposición de su parte; mi yerno se mantenía en silencio a un costado, y más de una vez se levantó de la mesa. La señorita Aydeé bajó para el momento del brindis porque, según se excusó, se sentía algo descompuesta. Pero extrañamente, cuando se sumó a los festejos, se veía jovial.
Ni siquiera habían pasado las once cuando mi mujer propuso el brindis y que luego abriéramos los regalos. Mi hija, que se había mostrado contrariada durante toda la cena, hizo un gesto de oposición, como si de pronto le importaran las formalidades, pero Victoria le devolvió una mirada severa y le indicó con un movimiento de cabeza a las pobres niñas Leiva, que estaban por quedarse dormidas de un momento a otro.
Me arrepiento de no haberle contado a Victoria esa noche lo que escuché cuando me acerqué a la habitación de la señorita Aydeé para avisarle que estábamos por brindar –y hasta el día de hoy no le he dicho nada. Cuando llamé a la puerta se hizo silencio, y poco después todos ya estábamos en el parque.
Victoria propuso un brindis por la salud de la señora Leiva, y las niñas –siempre tan educadas- levantaron sus copas de jugo. Nadie agregó nada más. Apenas habíamos bebido cuando Victoria fingió sorpresa y dijo a las niñas que había creído ver algo debajo del pino: las niñas se apuraron para encontrar los regalos que mi mujer, en un hermoso gesto, había dejado allí para ellas. Estaban las muñecas que les compramos nosotros y los libros de parte de su padre, pero una de la niñas –nunca logré distinguirlas- encontró algo más.
La señorita Aydeé se sonrojó al ver que el paquete tenía su nombre, y al evocar el momento en que en lugar de abrirlo lo guardó en un bolsillo de su pollera, vuelve a mí toda la incomodidad de ese momento. Aunque la mirábamos con ansiedad, ella no dio explicaciones, sino que tomó un bol con garrapiñada y se dispuso a comer. La siguió mi yerno, que sin esperar a que Victoria cortara el turrón lo rompió con la mano.
Las niñas jugaron un rato con sus regalos, pero la sobremesa no se extendió mucho, porque recuerdo haber saludado por Navidad a Victoria ya en la cocina: eran las doce y nosotros dos levantábamos la mesa. Los huéspedes ya se habían retirado a sus habitaciones, ni mi hija ni mi yerno se habían ofrecido a ayudarnos, y Victoria había tenido la deferencia de dar franco a las mucamas.
Los alaridos nos despertaron cerca de las ocho. Las mellicitas estaban ahí desde antes, pero en lugar de llamar a su padre o a nosotros se habían sentado al borde de la pileta –los pies descalzos en el agua- a mirar. Una de ellas tenía en sus manos la especie de colador con que mi yerno sacaba las hojas del agua, y con él mantenía alejado el cuerpo de la señorita Aydeé.
Fue Victoria quien llamó a la policía, porque el resto de nosotros no podía dejar de mirar, y al pensar en esta escena todavía escucho las arcadas de mi yerno. Vino el propio comisario, y sólo cuando él ordenó que las niñas se retirasen observé que todavía nadie –ni siquiera Victoria o el señor Leiva- las había hecho sacar los pies de la pileta.
En el rostro de los oficiales se notaba que por la noche ellos también habían festejado y que todo aquello les resultaba un fastidio. Estaban como abombados, transpiraban y a cada momento pedían algo fresco para tomar. No tardaron en concluir que se trataba de un suicidio –para lo que se basaron fundamentalmente en que nadie había escuchado nada- y cuando Victoria mencionó el inesperado regalo que la señorita había recibido durante la noche no le prestaron atención. La policía se llevó el cuerpo, y cuando pregunté qué debíamos hacer con sus cosas nos ordenaron poner todo en una caja que más tarde, dijeron, pasarían a buscar.
Aquel gesto de desidia nos dio, a Victoria y a mí, la ocasión de actuar. No aceptamos la ayuda de nadie –ni siquiera la de mi hija y mi yerno, que esta vez sí se habían ofrecido. Cerramos la puerta con llave y juntos revisamos todas las pertenencias de la señorita Aydeé en busca del regalo recibido en la noche. No lo encontramos, pero sí había algunas sorpresas. La ropa de la señorita Aydeé entró bien en la valija con la que había llegado unos meses atrás, y también pusimos allí el único libro que tenía, aquel con el que la habíamos visto entrar y salir hacia el Conservatorio. Como estaba forrado con un papel cuadrillé, sólo al abrirlo comprendimos que se trataba de una novela romántica. El documento con dirección en Capital Federal, el folleto de nuestro hotel con un corazón dibujado en el margen y la foto del niño en el que Victoria descifró los rasgos de mi yerno los guardó ella misma en el bolsillo de su vestido.
Nos propusimos hablar lo menos posible con mi hija y con él, lo cual resultó sencillo. El señor Leiva pasó los días siguientes muy apegado a las mellicitas para, según dijo, contenerlas, aunque en verdad las niñas no parecían muy afectadas; el doctor Weber los acompañaba todo el tiempo. En esos días el señor Sosa apenas salió de su habitación, y cuando lo hizo salió pronto a la calle, como si todos nosotros le provocáramos miedo. Mi hija se mantuvo serena pero como contrariada, y mi yerno aprovechó su descompostura para pasar las horas frente al televisor de la sala de estar.
Las mucamas estaban aterradas, y hasta escuché decir a una que había sentido algo frío a sus espaldas y que estaba segura de que se trataba del fantasma de la mujer muerta. Más que nada para evitar el bullicio general, mi mujer las puso a trabajar a todas en la cena de Año Nuevo, y cuando Eugenia se sorprendió que su madre pretendiera festejar de todas formas, Victoria le contestó con un grito que el año comenzaría más allá del mal ánimo que cualquiera de nosotros pudiese tener. Yo creo ella calculaba que aquella distracción general nos daría tiempo a nosotros de pensar qué hacer.
Pero no lo hubo: el 31 de diciembre Victoria –provisoriamente a cargo del cuidado de las mellicitas Leiva en reemplazo de la señorita Aydeé- las vistió para los festejos de la noche, y luego me llevó a nuestra habitación para contarme que las niñas le habían dicho que habían visto todo. Por primera vez en nuestra vida noté a mi mujer desencajada. No lloraba, pero su tono era de desesperación y decía que no sabía qué hacer. Le pregunté si las niñas habían hablado con alguien más, pero le habían asegurado que sólo con ella.
Esa noche los festejos se adelantaron aún más que en Navidad, para que las niñas no tuvieran ocasión de esta a solas con su padre. Durante la cena Victoria ordenó a Eugenia y a mi yerno ocuparse de la comida, mientras ella se sentaba entre las mellicitas y las tomaba todo el tiempo de la mano. Yo me ubiqué junto a los señores Leiva, Sosa y Weber, y me encargué de darles conversación y servirles vino durante toda la noche. Esta vez el señor Sosa propuso un brindis por la memoria de la señorita Aydeé, y yo, que al levantar mi copa miré a Victoria, supe que habíamos encontrado una solución.
Por la mañana fue el señor Weber quien encontró a las mellicitas muertas en la pileta, y entre todo su griterío en alemán apenas se entendía la palabra “Leiva”. Sus cuerpos eran aún más fantasmales que los de la señorita Aydeé: camisones blancos y cabellos sueltos se abultaban al flotar alrededor de las niñas como un aura.
La policía, ora vez contrariada de que semejantes sucesos hubieran ocurrido precisamente en esa fecha, admitió una vez más la explicación más sencilla. Porque era poco probable la hipótesis del suicidio -aunque mi yerno, con su natural torpeza, llegó a sugerirla- los oficiales debieron requisar todas las habitaciones y, como Victoria tuvo el tino de mencionar el brindis del señor Sosa, comenzaron por la de él.
La búsqueda concluyó pronto: en uno de los cajones de la mesita de luz del señor Sosa apareció el documento de la señorita Aydeé y, dentro de él, el folleto de nuestro hotel. La policía nos había reunido a todos en la sala de estar, donde vimos cómo al señor Sosa se le hacía difícil explicar qué hacían esas cosas allí, y fue entonces que Victoria y yo llevamos aparte al comisario y le relatamos la misteriosa forma en que la señorita Aydeé había llegado al hotel, y cómo el Señor Sosa se había hospedado con nosotros luego de que su esposa lo echara de su casa a causa de un escándalo amoroso.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, en ese momento se acercó mi hija. Traía en la mano el envoltorio del regalo que la señorita Aydeé había recibido para la Navidad, y dijo que las mellicitas se lo habían dado por la noche, luego de decir que lo habían encontrado entre las plantas junto a la ventana del señor Sosa, que él se había asomado al escucharlas y que las había echado bajo la amenaza de hablar con su padre. El señor Sosa negaba con la cabeza, mientras el comisario desenvolvía el pequeño estuche de terciopelo.
Aunque no quedaron dudas acerca de que el señor Sosa había asesinado a la señorita Aydeé a causa de los celos por el amante secreto que le había enviado una joya, de que la señorita Aydeé era la protagonista del escándalo por el que la mujer lo había echado de la casa y de que ella misma se había hospedado en el hotel para estar cerca de aquel hombre; aunque es evidente que el señor Sosa mató a las mellicitas para ocultar aquel crimen, y aunque el señor Sosa esté preso para siempre, ya nadie quiere hospedarse en nuestro hotel, como si el problema fuésemos nosotros.
El señor Leiva, que retiró por sí mismo los cadáveres de la pileta e intentó junto con el doctor reanimar a las niñas, partió, desconsolado, y no volvimos a saber de él ni de su esposa –tampoco del médico, que en esos días habrá volado de regreso a Alemania. En nuestro hotel ya no hubo huéspedes estables, pero tampoco llegó gente a hospedarse de forma eventual, y hace dos meses que estamos nosotros solos, porque hasta las mucamas nos abandonaron.
Nuestra única alegría es el nieto por llegar: Eugenia nos anunció hace unos días que está embarazada. Mi yerno ya no es el que era: pasó de la indiferencia a llevar siempre un gesto sombrío, pero a la vez se volvió atento a mi hija y también a nosotros. La mañana del primero de enero, cuando Eugenia se acercó a la policía con el envoltorio del regalo que él, su propio marido, le había hecho a la señorita Aydeé, habrá comprendido lo que nosotros intuimos al revisar aquel cuarto y lo que a Victoria le revelaron las mellicitas Leiva. Quizás mi yerno piense que también fue mi hija la que mató a las niñas, y es mejor así: si le teme no será capaz de dejarla.
En cuanto a Victoria y a mí, parece poco probable que el hotel vuelva a funcionar o que podamos vender el predio que, según se dice en el barrio, se ha poblado de fantasmas. Mientras contamos el dinero que nos resta, buscamos empleo. Mi hija, que también cambió y está más cariñosa, ha prometido que tendrá un hijo para cada una de las habitaciones del hotel vacío, y al decirlo sonríe; su marido no sonríe pero asiente, porque en el cuello de Eugenia brilla la medalla de oro en forma de corazón que en la noche de Navidad nuestra hija le robó a la señorita Aydeé antes de matarla.
En Historias Breves II. D. Paszkowski (comp). Clásica y Moderna. 2008.