No tengo idea de hacia dónde voy. Llevo traje negro como de luto y supongo que si lo llevo es por algo, no porque sea la moda ni nada sino porque, por ejemplo, vengo de un velatorio aunque no sepa en realidad quién podría ser el muerto. Mis zapatos están limpios de modo que la ceremonia se ha realizado en la ciudad, y no en un parque sino en una de esas casas que quedan por la Avenida Córdoba; es probable que no haya asistido al entierro.
Sé a dónde me lleva este tren porque mi boleto dice “Belgrano”, o mejor dicho, a dónde me hubiera llevado, ya que después de pasar por esa estación permanezco en mi asiento. En rigor de verdad, es la tercera vez que hago el trayecto Retiro-Tigre y ningún guarda me pidió que descendiera, quizás porque mi vestimenta les hace pensar que no soy un vagabundo y que merezco respeto. Así es que no tengo idea de hacia dónde voy.
De mí, sé apenas qué ropa llevo y dónde me encuentro, pero sería incapaz de decir mi nombre, a qué me dedico, si tengo un hogar, mujer, hijos, o si no tengo nada. Hace unas tres horas, una mujer me tocó el hombro para avisarme que habíamos llegado a la terminal, y fue como si hubiera nacido en ese instante: un momento sin pasado y un rostro que apenas se distingue en el reflejo de la sucia ventanilla del tren. Aunque mentiría si omitiese el horrible dolor de cabeza. Supongo que fue así como perdí la memoria: tal vez a causa de un golpe seco, como en películas cuya trama he olvidado pero estoy seguro de que contienen escenas semejantes. He hurgado en mis bolsillos sin hallar documentos o tarjetas personales, aunque sí he dado con algo que complica aún más mi situación, y que permanece en el bolsillo derecho de mi saco: una navaja envuelta en un pañuelo teñido de sangre.
Cuando lo extraje para examinarlo –recién entonces supe lo que era, de haberlo previsto hubiese esperado estar solo- la mujer que estaba junto a mí reparó en él y se incorporó de inmediato. Temí que fuera en busca del guarda o que pidiera auxilio, pero en cambio se bajó en cuanto el tren se detuvo y, para mi suerte, en la huida olvidó su cartera en el asiento. Ahora soy un hombre vestido de negro que lleva una cartera de mujer.
Bajo en Vicente López, el controlador se encuentra ocupado con un joven mal vestido que hace como si buscara su boleto así que sigo de largo sin que nadie me pregunte nada. Ya fuera de la estación, me siento en el café Petit Louis y reviso con discreción el contenido del bolso. Llaves, un portacosméticos, una billetera, un espejo, un anotador, dos biromes, un pañuelo, un paquete de caramelos de miel. Al abrir el espejo, no puedo reconocer mis rasgos ahora nítidos, la cara de ese hombre que me mira sin saber quién es. Tengo ojos claros y demasiadas arrugas–en la ventanilla del tren no lo había notado. Me hubiese gustado ser más joven.
Ahora compruebo que en la billetera hay dinero, no mucho pero no tendría con qué pagar mi merienda de no contar con esta suerte. También hay fotos de tres niños –dos varones y una mujer- y una cédula de identidad que corresponde a una tal Eloisa Paredes cuyo rostro es el de la mujer del tren. Al fin, encuentro un boleto a Beccar, y a Beccar corresponde el domicilio que figura en el documento.
Cuando el mozo se retira luego de haber depositado mi pedido en la mesa, continúo con el portacosméticos que, además de un lápiz labial, un polvo para la cara y una crema para las manos, contiene varios pastilleros llenos de píldoras de distintos colores. Imagino que Eloísa las toma en forma regular, alternándolas durante el día.
Por último, reviso el anotador. Lo apoyo sobre la mesa -no hay nada de extraño en que un hombre tenga un anotador- y hago pasar las hojas. En la primera, algo corrobora mi hipótesis acerca de las pastillas: en un cuadro de doble entrada, Eloísa ha indicado con cruces a qué hora del día debe tomar cada medicamento. En la hoja siguiente encuentro una serie de esos garabatos que se hacen sin pensar al hablar por teléfono, aunque en un ángulo se lee con claridad “Doctor Castro, Paroissien 2686, Nuñez”. Luego, cosas sin importancia: una lista de útiles escolares, la receta de un pan de nuez, un garabato no como el anterior sino de seguro realizado por un niño -pobre intento de entretener a uno de los hijos en la sala de espera del doctor Castro-, la receta de un flan de coco y otra titulada “Torta Huespi”.
De pronto reparo en que algo hacia el final separa las hojas: un sobre en cuyo dorso se lee, una vez más, “Dr. Castro”. Cuando estoy por abrirlo, noto que el encargado me mira: pensará que soy un carterista. De modo que guardo las cosas y me dispongo a comer. Desde que desperté todos parecen sospechar de mí: este hombre me cree ladrón; Eloísa se asustó al ver la navaja que ni yo mismo sé por qué llevaba en mi bolsillo. Tomo mi merienda con aparente tranquilidad: que mi nerviosismo no refuerce las sospechas del encargado –si algo no necesito es que un policía quiera ver mis documentos. Cuando el mozo se acerca a cobrar, aprovecho para decirle que todo estuvo delicioso, que por primera vez como algo desde la reciente muerte de mi mujer –y mientras lo digo doy una palmadita a la cartera.
Una calle me aleja de la estación. Evalúo qué hacer, a dónde ir. Si no llevara conmigo el cuchillo ensangrentado podría presentarme en una comisaría y plantear mi problema, pero no sólo lo llevo sino que si está allí es por algún motivo. Lamento no tener a quién llamar, cualquier pariente lejano prestaría ayuda a alguien en mi situación. En una esquina, un matrimonio mayor avanza con lentitud; pienso que mis padres –si es que viven- deben ser así de viejos.
Antes de llegar a la Avenida Maipú descubro dos cosas: la primera es que este barrio me resulta familiar; pero la segunda es más importante: en la vidriera de un kiosko, se me ofrece una identidad. Adherido con cinta al vidrio, abierto hacia mí, ajado –como rescatado de un charco de agua- un DNI con la fotografía lo bastante borrosa como para que cualquiera –cualquier hombre de unos cincuenta años- pueda ser su dueño. Entro. Ahora mi nombre es Alberto Rodríguez Vargas.
II.
Llevo traje negro como de luto, y supongo que lo llevo no porque sea la moda sino porque vengo, por ejemplo, de un velatorio, aunque en verdad no sepa quién podría ser el muerto. Llevo, además, una cartera de mujer, pero ignoro a qué mujer pertenece.
Sé que me encuentro en Plaza Constitución porque fue eso lo que el chofer gritó varias veces para despertarme. Cuando abrí los ojos me mantuve quieto un instante, como si necesitara reconstruir algún recuerdo, las circunstancias por las que abordé ese colectivo, hacia dónde me dirigía, algo. Pero el chofer se acercó y amenazó con empujarme si no bajaba de una vez, de modo que bajé enseguida. Lamento no haber visto siquiera de qué línea se trataba; ahora tampoco podré saber de dónde vine.
De mí, sé apenas qué ropa llevo y dónde me encuentro, pero sería incapaz de decir quién soy. Ignoro, además, hacia dónde me dirigía, y eso resulta penoso en este lugar en que hay subterráneos y colectivos que me invitan a ir hacia el Centro, colectivos y trenes que me llevarían a cualquier parte de la provincia, trenes en los que podría llegar a casi cualquier lugar del interior. Pero lo cierto es que hace muchísimo frío, mi traje no es abrigado y no siento deseos de viajar. Por eso no dudo cuando veo el cartel que dice “Hotel Familiar La Cordobesa”.
Me recibe la cordobesa en persona y –antes que en mí- se fija en la cartera de mujer. Tal vez por eso su rostro muestra desconfianza: pensará que soy un ladrón, pero en lugar de acusarme pregunta si vengo solo. Le digo que sí, que tengo a mi hijo internado en la Casa Cuna –de pronto se me ocurrió que la Casa Cuna quedaba cerca de Plaza Constitución- y que mi mujer pasará con él la noche, pero que yo, por un problema en la columna, necesito descansar en una cama. Su gesto ahora es otro, y me asegura que va a darme la mejor pieza para que pueda dormir bien. Se lo agradezco. De todas maneras su compasión no alcanza para hacerle evitar el detalle de que debo pagar por adelantado, y entonces me pregunto si llevo dinero.
Llevo, y lo encuentro pronto. Apenas tanteo mis bolsillos toco un sobre, y por instinto lo abro con la certeza de que allí estará mi salvación: suficiente para alquilar todas las habitaciones del hotel durante una semana. Pago. Ahora que vio tantos billetes la cordobesa parece apreciarme aún más, y mientras me acompaña al cuarto dice que su hermana es curandera, que cura todo lo que los médicos no pueden, que va a llamarla para que me vea por la mañana, de seguro me va a poder ayudar.
Antes de cerrar la puerta le agradezco sus atenciones y le ofrezco una propina. Ella finge un ademán de rechazo pero acepta pronto; dice que hice bien en ir a su hotel, que hay otros que son más caros pero no por eso más lindos, y que en ningún lugar me van a tratar mejor. Ya en mi cuarto, sin embargo, y ahora que sé que cuento con bastante dinero, pienso que debí haberme alojado en otra parte. Nadie diría que la pintura de las paredes puede llegar a deteriorarse tanto ni tampoco nadie podría decir cuál era el color original. La cama parece un catre, salvo porque tiene un colchón de no más de tres dedos de altura, apoyado en un elástico de metal que se hunde en el centro. Además de la cama hay una silla y una mesa, y sobre la mesa un vaso de vidrio. Un perchero de pared reemplaza posibles armarios, y la única puerta lleva a un bañito con letrina y un lavatorio; sobre el lavatorio, un espejo.
No me reconozco en los rasgos de ese hombre morocho y de ojos claros cuyas arrugas lamento vagamente. Me llevo la mano al mentón como si necesitara de eso para corroborar que la imagen me corresponde y, como si tocarme el rostro me hubiera devuelto las sensaciones, reparo en que desde que desperté me duele la cabeza. Ahora me llevo la mano a la frente, y pienso que debe haber sido un fuerte golpe lo que me quitó la memoria. Me pregunto si algo podrá hacerla regresar.
Aún desde el baño veo la cartera que apoyé en la cama al entrar al cuarto, pero en lugar de dirigirme hacia ella tanteo mis bolsillos. En uno de los del saco encuentro algo que me tranquiliza: mi documento indica que soy Alberto Rodríguez Vargas, que tengo cincuenta y dos años y que mi cumpleaños coincide con la Navidad; mi rostro está borroneado, como si una taza de té se hubiese volcado sobre él para ocultármelo. Pero la tranquilidad se disipa: tampoco puede leerse mi domicilio. Busco en el otro bolsillo, quizás algún objeto me oriente para volver a casa. Pero no. En cambio encuentro algo que, por fin, me produce una sensación parecida al vértigo: un pañuelo teñido de sangre y, dentro de él, una navaja.
Camino hacia la cama y me dejo caer. Soy Alberto Rodríguez Vargas, tengo cincuenta y dos años y he matado o cuanto menos herido a alguien, probablemente a una mujer a la que además le he quitado la cartera. La cordobesa había hecho bien en desconfiar: podría robarle o lastimarla también a ella.
Vuelco sobre la cama el contenido de la cartera: una billetera, un portacosméticos, llaves, un espejo, un pañuelo, un paquete de caramelos de miel, un anotador, dos biromes. En un impulso me llevo un caramelo a la boca, aunque otras sensaciones son ahora más importantes que el hambre. Aparto las llaves, el espejo, las biromes y me detengo en la billetera. Mi víctima se llama Eloísa Paredes y, a juzgar por las fotos, es la madre de tres niños -dos varones y una mujer. Dinero hay poco, y un boleto de tren a Beccar, el barrio de su domicilio según su documento.
Eloísa Paredes estaba enferma, al menos eso se deduce de la variedad de píldoras que tomaba en los horarios indicados en su anotador y que guardaba, dentro del portacosméticos, dispuestas en cuatro pastilleros. Imagino que utilizaba el maquillaje para ocultar la palidez y que el doctor Castro -cuyo nombre aparece entre garabatos en una hoja de la libreta y en el dorso del sobre en que encontré el dinero- era quien trataba su enfermedad.
¿Por qué matar a una mujer enferma? No lo sé, pero la mirada de los niños en la foto hace nacer el sentimiento de culpa, que no había surgido aún a causa de que no termino de creer en esta historia. Y junto con el remordimiento llega la certeza de ser buscado por la policía. Alguien habrá hecho la denuncia, tal vez el marido, aunque tal vez yo mismo sea el marido de Eloisa Paredes y sea también el padre de los niños a quienes, de alguna forma, he dejado huérfanos: muerta la madre, el padre escondido para no ir a la cárcel, o ya en la cárcel, y en cualquier caso sin memoria para explicarles lo que pasó.
Por un momento considero la posibilidad de deshacerme de estos objetos que me incriminan, pero luego pienso que son lo único que me liga al pasado y que no puedo darme el lujo de perderlos. Así es que en uno de los bolsillos del pantalón guardo la billetera –en la que a su vez guardé mi documento-, en otro el anotador, y en uno de los del saco queda el dinero, los pastilleros y las llaves. En el otro, el cuchillo. Y las biromes, el pañuelo, el portacosméticos, la crema y el maquillaje, ocultos en la cartera debajo de la cama –la cordobesa nunca preguntó mi nombre y no creo que la mucama de un lugar así, tal vez la cordobesa misma, dude en quedarse con semejante hallazgo. Los caramelos me ayudarán a pasar la noche. Vestido y hambriento, al fin logro quedarme dormido.
III.
Soy un hombre vestido de negro que ha despertado así –vestido de negro, como si llevara luto- en la habitación de un miserable hotel. Soy un hombre enfermo, aunque ignoro si mi enfermedad consiste en esta pérdida de memoria o en algo peor, si es que algo peor existe.
Hace algunos minutos me despertaron unos golpes en la puerta que abrí pronto sin saber si daba a la calle o a dónde para encontrar frente a mí a una mujer gorda, de acento cordobés, que decía visitarme por indicación de su hermana “a causa de lo de la enfermedad”. Permanecí en silencio y ella aclaró que su hermana era la dueña del hotel. Quiso pasar, pero le dije que no me sentía bien y que por favor regresara más tarde. Me llevé la mano a la frente y argumenté un genuino dolor de cabeza para terminar de convencerla, pero ella, ofendida, dijo que si no había confianza en su métodos no podría hacer nada y que cuando ya fuera tarde no habría nada que hacer.
Cuando me quedé solo, el dolor se acentuó a causa de la angustia de no saber nada de mi, o de saber únicamente que soy un hombre que va de luto como si pronto fuera a asistir a su propio entierro. Fui hacia la cama que más bien parece un catre y recién al dejarme caer noté que en mis bolsillos resonaban algunos objetos.
Comencé por los del saco. En uno encontré cuatro pastilleros que contenían píldoras, pero entonces no supe –ni siquiera me lo pregunté, ansioso como estaba por hallar algo que me dijera algo acerca de mí- para qué los llevaba conmigo. En el mismo bolsillo di con un juego de llaves que no sé qué puertas abrirán y también con un sobre con dinero suficiente para abrir las puertas que quisiera.
El sobre estaba abierto por el costado, y al dorso podía leerse “Doctor Castro”. Durante un rato, supuse que el doctor Castro podía ser yo mismo; también creí comprender que, si yo era médico, de seguro aquellas pastillas estarían destinadas a algún paciente. Toda la tranquilidad que me habían dado los objetos encontrados en ese bolsillo se desvaneció con lo que hallé en el otro: un cuchillo envuelto en un pañuelo teñido de sangre. El doctor Castro, quien ahora hubiera preferido no ser, había matado o cuanto menos herido a alguien. Quizás el dinero era en pago por ese crimen, y me extrañó que un hombre de ciencia hubiese preferido un cuchillo antes que algún tipo de veneno. Me senté en la cama y aquí estoy. Deposito en ella el pañuelo con que he vuelto a envolver la navaja. Pienso que quizás las píldoras podrían ser mortales, y que en ese caso tal vez deba tomarlas.
Pero esos pensamientos se dispersan con otros que nacen cuando reviso los bolsillos del pantalón. En primer lugar descubro que no soy el doctor Castro sino Alberto Rodríguez Vargas –la fotografía del documento no está clara pero a quién más podría pertenecer un documento que llevo en mi billetera. También tengo la cédula de identidad de una mujer que debe ser mi esposa –Eloísa Paredes- en la que figura la dirección de nuestra casa –ilegible en mi DNI- del barrio de Beccar. Algunas fotos me presentan a los que supongo serán nuestros hijos: dos varones y una mujer. No hay documentos que les pertenezcan a ellos; me gustaría saber cómo se llaman.
Antes de seguir revisando mis cosas me incorporo y voy hasta el baño para conocer el rostro que mi DNI no pudo mostrar. Soy morocho, tengo ojos claros y más arrugas de las que hubiera querido. Pienso que Eloisa es bastante más joven que yo y eso me alegra; quizás sea algo viejo para la edad de nuestros hijos, aunque quién sabe de cuándo son las fotos.
De regreso a la cama, se me ocurre que si no soy el doctor Castro quizás él haya sido mi víctima, pero luego la hipótesis es otra, surgida de lo que encuentro en el anotador que estaba en el único bolsillo que quedaba por revisar: Eloisa –sé que fue ella porque el resto de las anotaciones son claramente de mujer: recetas de cocina, listas de útiles escolares- ha dibujado una grilla en la que me indica qué medicamento tomar a qué hora, en un cuadro que tituló “Horarios remedios”; ahora sé que además de ser joven Eloísa es una esposa dedicada. Los colores de su gráfico son los de las píldoras que llevo en los pastilleros, y aunque no sé qué hora es, supongo que debe ser media mañana, y que en ese caso he salteado la pastilla de las ocho y la de las nueve. ¿Se deberá a eso el dolor de cabeza? Voy hasta el baño y lleno de agua el vaso que encontré sobre la mesa para tomar ambas píldoras antes de volver a guardar todo en mis bolsillos. Quiero regresar a casa y pedirle a Eloisa que llame al doctor Castro –he comprendido que se trata de mi médico- para que venga a atenderme.
Antes de salir, me intercepta otra cordobesa. Dice que su hermana está algo ofendida, pero que no me haga problema y que por favor vuelva hoy para pasar la noche. Le digo que sí y al fin gano la calle, donde hace demasiado frío y tal vez sea eso lo que provoca los primeros vómitos. Sostenido de un poste, inclinado sobre él, veo alejarse las piernas de la gente asustada por mis escandalosos espasmos. Cuando me recupero, mantengo la posición durante algunos segundos hasta que puedo volver a erguirme. Las miradas de los transeúntes indican que de seguro me veo muy mal: debo llegar a casa pronto, refugiarme en los cuidados de mi mujer.
Detengo un taxi y le pido al chofer que me lleve a la dirección del barrio de Beccar que vuelvo a leer en la cédula de Eloisa. El hombre me mira por el espejo retrovisor: le sorprenderá mi palidez, o que yo deba mirar un documento para recordar dónde queda mi casa –sabrá que voy a mi casa porque aferro las llaves que encontré en el bolsillo. Sólo respondo con un monosílabo a su comentario acerca del clima: prefiero no hablar durante el viaje y él parece aceptarlo.
Salimos de Plaza Constitución y mi falta de memoria no me impide reconocer la Avenida 9 de Julio y luego la Del Libertador. A pesar del frío bajo la ventanilla porque necesito aire, y el chofer aprovecha un semáforo para cerrar por completo su abrigo y ponerse una gorra, pero por suerte no habla. Cuando le pregunto la hora se limita a responder que son las once y cuarto. Anticipo la pastilla de las once y media y la trago sin agua. El taxista ahora me mira con el temor de que vaya a morirme allí mismo. En mi frente, súbitas perlas de sudor.
Tomo la billetera pero ahora para observar la foto de la mujer que pronto, luego de recibirme, me llevará hasta nuestra cama y le dirá a los niños que no hagan ruido, que su padre no se siente bien. Llamará al doctor Castro para que venga a atenderme con urgencia. Con urgencia. Una puntada en la boca del estómago anuncia nuevos vómitos; le pido al chofer que detenga el auto. Sé que si abandonara el taxi el hombre me dejaría aquí, de manera que permanezco sentado, el cuerpo asomado hacia la calle, los pies sobre el asfalto. Pero el vómito no surge. Unos niños que juegan en la calle miran extrañados al hombre vestido de negro que los mira con ojos que apenas pueden ver.
El chofer ahora parece atemorizado y conduce tan rápido como si llevara a una parturienta al sanatorio. No es un mal hombre, pudo haberme empujado fuera del coche y no lo hizo, habrá considerado hacerlo pero su conciencia le habrá dicho que no. En un momento me pregunta si prefiero que me lleve a algún hospital cercano, dice que todavía falta demasiado para llegar a Beccar. No respondo enseguida: debo ahorrar aliento. Antes de hablar busco el anotador en uno de los bolsillos de mi pantalón y le indico la dirección del doctor Castro. Le aclaro que se trata del consultorio particular de mi médico. No se alegra, dice que Núñez tampoco está cerca.
Es cierto: hasta la casa del doctor Castro falta una eternidad en la que se suceden puntadas en la cabeza y en el estómago, escalofríos y náuseas. Cuando ya falta poco para llegar, el chofer, en tono resignado -buen hombre más allá de su deseo- dice que bajará conmigo y me acompañará hasta la puerta. Me niego: de pronto la vergüenza de que él comprenda todo, de que me escuche llorar al decirle a mi médico que no recuerdo nada y que siento que voy a morir, puede más que mi necesidad de ayuda.
Por fortuna, el hombre accede a dejarme en la esquina del consultorio. Acepta la abundante propina que le ofrezco, vuelve a preguntar si estoy seguro y al fin se aleja.
Sentado un momento en el cordón de la vereda, el aire frío esta vez me reconforta. Cuando logro incorporarme, recupero un paso relativamente firme y aunque camino despacio no debo sostenerme de nada.
Ya a pocos metros del consultorio, veo salir de allí a una mujer. Da unos pasos en mi dirección mientras se pone unos guantes y se mira las manos. Sólo la reconozco cuando levanta la cabeza para anudar el pañuelo que lleva al cuello. También ella me ve. Aguardo espontáneas manifestaciones de alegría pero en cambio hay un momento de vacilación. Me pregunto qué hará mi mujer en casa de mi médico. ¿Ha ido a verlo para preguntarle si sabe algo acerca de mi? No. Sé que no porque no corre a mis brazos como una esposa afligida luego de haber buscado a su marido con desesperación. En cambio, permanece inmóvil un instante, el rostro desfigurado por el repentino llanto. Luego retrocede con lentitud, sin dejar de mirarme como si temiera que fuese a apuñalarla por la espalda. ¿Por qué apuñalaría a mi propia mujer que, preocupada, ha salido a buscarme? Quizás porque no es por mí que fue a aquella casa; quizás, porque sus lágrimas lloran por otro hombre -su amante ahora herido o, mejor, muerto-, o por el temor que le causa saber que ella podría tener igual destino. Cuando Eloisa se echa a correr con debilidad –como si la enferma fuese ella- sé que usaré mi último aliento para alcanzarla; luego, el frío en mis dedos al desenvolver la navaja y dejar caer el pañuelo manchado con la sangre que, ahora lo sé, no puede ser de nadie más que del doctor Castro.
Publicado en Una terraza propia. Florencia Abbate (comp). Norma, 2006.