I.
A las diez de la noche el primer par de faros se acerca por el camino pedregoso y Josefina piensa en los ojos de una serpiente gigante, mágica y ancestral, de las que los mayas esperan desde que el mundo es mundo, pero qué serpiente mágica ancestral va a desperdiciar su aparición estelar al presentarse en este pueblo de morondanga.
Ninguna, y aquellos ojos místicos resultan ser los faros de la camioneta de Laborde, que estaciona junto a la galería y apenas baja dice no me diga que soy el primero. El único mérito de Laborde es la puntualidad, mérito que para Josefina representa el infierno de darle charla hasta que lleguen los otros porque Güemes se queda en su dormitorio y no asoma la nariz hasta que no están todos, como si fuera el emperador de China y no el intendente de este tolderío. Así que Josefina le dice a Laborde cómo estás Laborde, qué tal los trató la lluvia, y Laborde le dice bien, Quica, por un pelito no nos inundamos.
Lo hace pasar a lo que a Güemes le gusta llamar lasaladereuniones pero no es más que el quincho esmeradamente kisch de una casa en la periferia de la periferia del mundo civilizado. La disposición de la mesa enorme y de las sillas intenta emular el despacho presidencial de la Casa Blanca (la representación que Güemes tiene de eso), pero las tablas con picada y los vasos en los que se beberá el vino no dan la chance ni de ingresar en la fantasía de no ser lo que son, un gabinete de fracasados que se reúne para hablar de cosas sin importancia.
Llegan de a uno: Laborde, Pastorini, Albarelos, Barroso, Natale y Nesprías, y sólo entonces Dardo Güemes deja sus aposentos (se cambia las pantuflas, como si hiciera falta) y se apersona delante de quienes fueron sus compañeros de primaria y de los scouts, de secundaria, de la facultad (con qué poco se llega a ingeniero agrónomo, se dice Josefina) y de la Sociedad Rural, y al fin de esta comitiva de la decadencia. A ella le gusta pensar que confluirán también en el living con olor a pis de un geriátrico para ir muriéndose de a uno (Laborde primero, así no pierde el hábito).
Cuando comienzan a servir el vino y a comer la picada se escucha invariablemente el carraspeo de piedritas bajo la camioneta del último en llegar. Dardito hace como saludo general un movimiento circular de cabeza que no incluye a Josefina (no sabe mirarla sin deseo, por lo que aprendió a evitarla) y que termina cuando hace contacto visual con su padre, momento en que Güemes se mete en la boca un gran pedazo de pan con salame porque, Josefina lo sabe, que su primogénito haya terminado en ese estereotipo de buenoparanada le genera una frustración que sólo pueden aplacar esos pequeños arrebatos autodestructivos.
Siempre esperan a terminar de comer para hablar de las nimiedades que (por medio de rudimentarias operaciones mentales de las que Josefina no participa) han llegado al acuerdo tácito de considerar cruciales para la humanidad, pero esta vez Güemes está ansioso y Josefina conoce bien los motivos. Ella misma le entregó el pesado sobre en que llegó la tabla de salvación del pueblo: quinientas cuarenta y siete páginas que Güemes no hubiera intentado leer ni aunque las hubiese escrito de puño y letra Nuestro Señor Jesucristo, apoltronado en la autopercepción de ser él mismo un hombre de acción cuando la realidad es que no es más que un bruto iletrado.
Pero no importa, para eso está ella, su título de abogada, sus modales de princesa de Mónaco, su rictus de directoraejecutiva, que llega a repasar fugazmente pero espanta esos pensamientos con un leve movimiento de cabeza como quien espanta una mosca: no es momento para preguntarse cómo fue que terminó como terminó, viniendo de donde viene.
Josefina sabe que ninguno de los presentes puede seguir un razonamiento más allá de dosmásdosescuatro, por lo que al dirigirse a ellos agrega lo mínimo indispensable a los sustantivos y verbos que necesita hacer impactar en sus cerebros de preescolares.
-Como saben, desde que el tambo quebró las cuentas no cierran. Hay que buscar una nueva actividad que le dé de comer al pueblo. El hijo del ingeniero nos ofrece la solución.
El hijo del ingeniero levanta entonces la vista de la picada y cuando deja de masticar queda petrificado salvo por sus ojos de ternero que miran de un lado a otro como a la espera de que alguien le diga qué es esa solución que dicen que él ofrece, ante lo que Güemes se da el amargo gusto de decirle no vos no, la idea es de tu hermano.
Dardito podría volver a masticar, aliviado de no tener nada que ver con nada, pero la fulgurante invocación del benjamín de la familia le hace hervir la sangre, o más bien se la hiela, él no sabría decirlo. Dardo Güemes y Josefina disfrutan, cada uno desde su ángulo, cada uno desde su silencio, de esa humillación que Dardito al fin aplaca con comida, y quizás uno de los dos tenga la fugaz ilusión de verlo caer aún más bajo al atragantarse con un carozo de aceituna.
Todo esto mientras Josefina reparte a los presentes un resumen de tres fojas con dibujitos de aquel inabordable pilón de páginas, y recupera el estilo telegrama para decir:
-Dino quiere filmar una película. Acá en el pueblo.
-Vamos a ser famosos- acota Güemes y a Josefina se le escapa una risa que, interpretada por ellos como algarabía, contagia a todos menos a Dardito, cabizbajo al punto de dar la impresión de querer ahogarse en su vaso.
II.
Cómo fue que terminó donde terminó, viniendo de donde viene: Josefina aprovecha esos segundos de euforia para evocar la estupidez de haber seguido a Dino Güemes a ese páramo del que al fin quedó cautiva como por un hechizo malvado.
Tenía veintitrés años cuando lo conoció en un congreso en la Facultad de Derecho en el que ella, recién graduada, se encandilaba con las luminarias de la erudición y en el que él, estudiante de las primeras materias, se pavoneaba con cara de miembro de la Corte Suprema de Justicia. Ya había comenzado a (y dejado de) estudiar Ciencias Políticas, Bellas Artes, Filosofía, pero ahora había descubierto que en realidad quería ser abogado para poder defender a losinvisiblesdelsistema.
Josefina se desahacía al escuchar el canturreo del hombre que pudiendo vivir una vida de ricoheredero en su pujante pueblo natal (porque entonces Dardo Güemes estaba ya en su primer mandato y la prosperidad del tambo alcanzaba para darle de comer a todos) se inmolaba al preparar la defensa de losquenotienenvoz.
Cuando Josefina repasa su primera visita al pueblo siempre piensa que la engañaron, que montaron un espejismo que la embelesó al punto de que ella misma quiso quedarse, como esos pajaritos que entran dócilmente a las jaulas que los chicos ponen en el monte. No hay otra explicación. Porque se acuerda patente de sentirse Sofía Loren llegando a una villa italiana cuando el descapotable negro de Dino Güemes pasó por debajo el cartel con el
nombre del pueblo y atravesó la calle principal al ritmo necesario para dejarse observar por los que en esa oportunidad a ella la parecieron pintorescos pobladores pero de los que ahora sabe que son la degradación del ser humano a causa de la atrofia mental que producen la ignorancia y el aburrimiento.
La parejita llegó para las fiestas, y el futuro suegro se mostró encantado ante la perspectiva de que esa joven agraciada y culta hiciera sentar cabeza a quien llamó su hijotarambana. Josefina no dimensionó por entonces el significado de aquel calificativo, pensó que era un modo cariñoso de referirse al hijo mimado, de diferenciarlo del mayor que ni para ingeniero agrónomo había servido.
Porque Dardito Güemes ya estaba malogrado, sin iniciativa ni para ser un buen hijodeintendente. A Josefina sólo le gustaba cuánto la deseaba, un deseo inocultable que a ella le parecía que subía su ponderación ante Dino, aunque ahora sabe que a Dino Güemes jamás le importó Dardito, ni Dardo, ni tampoco a ella misma.
Pero ese verano no lo sabía, y así fue que ella sola se metió en aquella trampa para pajaritos. Era primero de enero cuando Dardo Güemes copió el apodo mimoso que le había puesto el prometido, la llamó Quica al decirle que no había en el pueblo nadie con su inteligencia ni su cultura ni sus modales, y que un intendente no podía aspirar a una asesora mejor. Sabía que en marzo Dino debía volver a la capital para ir a la universidad, pero si aunque fuera ella pudiera aceptar ese trabajo por un par de meses…
Serían unas horas al día, nomás, con un sueldo municipal de pueblo de provincia que no sería la gran cosa pero no tendrían grandes gastos y mientras tanto Dino podía tomar clases particulares de francés, su nuevo proyecto para poder ir con ella a la cuna de
laigualdadlafarternidadlajusticia a cursar un posgrado en cuanto se recibiera. El día en que Josefina se muera no verá pasar delante de sus ojos toda su vida sino aquel verano de gloria en que se despertaba junto a Dino, caminaban hasta el cafecito de la plaza donde desayunaban entre besos hasta que ella lo apartaba como una colegiala para ir a la intendencia dos horitas, hacer lo que para alguien como ella eran nimiedades, volver a ir a su encuentro para almorzar y hacer la siesta, regresar a su oficina otro rato, y otra vez a los brazos del futuro doctor Güemes.
Fue entonces que Dino le dijo a su padre que para aprender francés no había como conocer Franciadesdeadentro. El intendente aceptó una vez más financiar la experiencia formativa, pero rogó a los enamorados que Quica se quedara porque con los planes de expansión del tambo iba a haber mucho trabajo, total Dino se iría por apenas algunas semanas. Josefina quería congraciarse con Güemes y además le pareció que la separación aportaba a la historia una indispensable cuota de romanticismo, por lo que aceptó el pedido del futuro suegro fantaseando con un anillo de compromiso comprado en una joyería de París.
Veintisiete años después el único tesoro parisino de Josefina era una amarillenta postal fechada en 1975, una Torre Eiffel rodeada de fuegos artificiales detrás de la que Dino decía que el contacto con los impresionistas lo había ayudado a encontrar su verdadera vocación en la pintura, que París era la meca para un pintor innato, que el amor a distancia era demasiado duro, y que ella podía quedarse en su casa del pueblo todo el tiempo que quisiera (que al fin fue todo el que fue porque Josefina allí tenía casa y trabajo, y fuera de allí no tenía nadie ni nada).
Una vez que recordó cómo fue que terminó donde terminó, viniendo de donde venía, y una vez que se impuso cierto silencio, Josefina dijo a aquella platea de neardentales:
-Viene dentro de seis meses. Cuando llegue tiene que estar todo listo.
III.
La mujer de Dino Güemes era una belga despampanante que no se privó de bajar del asiento del acompañante cargando un cachorro peludo blanco. El suegro la saludó en primer lugar, no para darle más importancia sino con la misma lógica con que se alimentaba: dejando lo mejor para el final. Habiendo besado a la belga y acariciado al perro, se acercó con ademanes bíblicos a su hijo menor, que correspondió aquellas demostraciones convertido en un estereotipo de buenoparatodo, y Josefina cerró los ojos detrás de sus lentes oscuros para visualizar una bomba atómica que cayera sobre ese par de Güemes y produjera una falla temporal que la enviara en ese instante al instante previo a cometer el peor error de su vida.
Alguien que no conociera la historia hubiera pensado que cuando Dino Güemes se acercó a saludarla se veían por primera vez: un apretón de manos seguido de un beso en la mejilla sin el menor rastro de rencor o de odio. Qué tal, qué tal, tanto tiempo.
Siete años atrás, cuando el tambo cerró y la propia existencia del pueblo quedó definitivamente en peligro, Josefina se atrevió a sugerir al intendente un pequeño ajuste en la cifra del giro que ella misma enviaba con puntualidad mensual a Europa. Güemes se sacó los lentes y la miró como si la hubiera descubierto mientras le ponía veneno en la sopa. Ninguno de los dos dijo nada, y con eso se dieron por cerradas todas las cuentas pendientes.
Josefina no recordaba que el cónclave del quincho hubiera tenido nunca más participación femenina que ella misma, salvo por las intermitentes apariciones de la mucama que reponía la picada, el pan o el vino. Esa noche habían agregado dos sillas, y sentados en una de ellas la belga y su perro observaban todo con fascinación antropológica. Cuando se
sirvieron las empanadas fritas Natale señaló, extrañado, que no había llegado Dardito, pero a nadie se le ocurrió guardarle una de esas empanadas que, lo sabían todos, eran su pasión.
La joven pareja (Dino ya iba por los cincuenta y pico pero la belga bajaba escandalosamente el promedio de edad) fue la delicia de aquella comitiva en decadencia, y Josefina no pudo dejar de observar maravillada cómo el viejo que había invertido la vida en malograr a su hijo menor dándole todo cuanto pedía sin exigir nada a cambio era ajeno por completo a lo horroroso de su obra. Sus descerebrados apóstoles parecía incluso admirar aquella capacidad destructiva, y tomaban no sólo por normal sino también como prodigioso que un adulto acabara de descubrir su verdadera vocación de cineasta a tan poca distancia de la edad jubilatoria.
-Así que director de cine… -dijo Albarelos con más cara de bobo que la de costumbre.
-Segá su ópega pgima –dijo la dueña del perro, que en cinco horas en suelo argentino dominaba mejor el español que Dino el francés en veintisiete años de residencia en Francia, y ese bajarle el precio a las pretensiones del nuevo Godard hizo que por un instante Josefina la odiara un poco menos.
En cualquier caso se incorporó, dijo que por favor la disculparan y anunció que se retiraba porque quería estar lista bien temprano a la mañana siguiente para al fin poner manosalaobra.
Cuando se fue no tomó la calle lateral por la que habían entrado los recién llegados por recomendación suya (para poder darles una verdadera sorpresa a la luz del día) sino por la principal, y vio que un escuadrón de vecinos ultimaba detalles. Dardito los comandaba, de
pie en la caja de su camioneta. Se saludaron con un gesto marcial, y por primera vez la mirada de él no fue lasciva, ni la de ella de desprecio.
IV.
Cher pére, saludaba Dino a su mecenas en la carta en la que decía que vendría a Argentina a filmar una historia costumbrista sobre la crisis que aquejaba al país, castigando con fuerza particular a los pueblos del interior. Al ex estudiante de todas las cosas devenido en inminente cineasta se le había ocurrido la original idea de recurrir a actoresnoactores y decoradosnoartificiales para retratar lo anodino, una perspectiva minimalista y cruda de la decadencia de supueblo y sugente a partir del cierre del tambo que les había dado de comer a todos.
El cineasta aportaría su genio; el padre, lo de siempre. El guión era simple y mostraba a cada uno haciendo de cada uno, actuando su propia caída por debajo de la línea de la pobreza sin necesidad de interpretaciones. No hacía falta nada, ni siquiera formación o talento, y esta era sin duda la clave por la que nada podía fallar. El problema: para cuando aquella solucióninmejorable llegó las arcas municipales estaban a punto de volatilizarse. Pero tras haber leído las quinientas cuarenta y siete páginas Josefina sintió que había llovido del cielo la ocasión de sus sueños, y no estaba dispuesta a desperdiciarla.
-Vamos a transformar el pueblo en un polo cinematográfico.
Nesprías apoyó el vaso de vino ruidosamente, como si con ese golpe quisiera llamar a la prudencia. Josefina no lo dejó hablar. Les pidió que mirasen la última página. Había un dibujo: un cofrecito con monedas, como en un cuento de piratas. Era la herencia de la viuda de Roa (decía Herencia de la viuda de Roa). Cuando murió sin herederos, el municipio (es
decir Josefina) había logrado oficiar como tal y a su vez la tesorería (es decir Laborde, es decir Josefina) se había encargado de que hasta el último centavo estuviera en dólares.
Una flecha salía del cofre hacia un número uno, un signo igual y un cuatro coma veinte, para indicar cómo había variado el precio del dólar en las últimas semanas. Otra flecha mostraba cómo la devaluación había multiplicado el valor en moneda local de la herencia de la viuda de Roa, otra llevaba a la palabra película y la última a salvación, en letras grandes.
-No -dijo Barroso- no podemos dilapidar así lo único que nos queda, y a Josefina le llevó exactamente ocho minutos convencer a todos de que se trataba de una oportunidad que no podían dejar pasar. El único que no levantó la mano para apoyar la moción fue Dardito, pero no importaba, formalmente porque su desacuerdo no alcanzaba para contradecir la voluntad general e informalmente porque no importaba.
De cualquier modo Josefina se tomó el trabajo de esperarlo esa noche a la salida del bar, en las sombras, para explicarle la situación, o la parte de la situación que ella quería que él entendiera. Lo hizo eligiendo las palabras, para que fuera accesible a su cerebro de primate:
-Al fin vamos a poder hacerle pagar al muy basura de tu hermano.
V.
Güemes, Laborde, Pastorini, Albarelos, Barroso, Natale y Nesprías firmaron la resolución municipal 109/2002 que ofició de sentencia muerte para el pueblo, pero el intendente no lo previó, y no quiso compartir con nadie la arenga triunfalista con que invitó a todos los vecinos a embarcarse en aquel proyecto que describió (Josefina no pudo evitar sonreír) como magnánimo.
Ella misma redactó la reglamentación por la cual hasta el último centavo a disposición del municipio se invertía en la formación artística de cada uno de los hijos de aquel infierno. El casco hueco y desvencijado en que rápidamente se había convertido el tambo mutó en una escuela de teatro digna de Hollywood, y un elenco de profesores de actuación, danza y canto arribaron con discreción desde distintos puntos del país para encarar aquella tarea sin precedentes. Trabajaban a destajo, atendiendo en continuado grupos de entre diez y quince personas que rotaban de curso en curso según una grilla horaria diseñada por la propia Josefina, y no era infrecuente que el entusiasmo hiciera que se juntaran además a ensayar (en en ex tambo, en la plaza, en la iglesia) fuera del horario de clase.
En la escuela primaria y en la secundaria las clases de lengua, matemáticas, ciencias sociales y naturales quedaron pospuestas hasta nuevo aviso, luego de que el Consejo Escolar (apoyo incondicional de la inspectora De Nesprías mediante) dio por bueno que el programa tradicional fuera reemplazado por completo por clases de actuación. Las nuevas generaciones no sabrían dividir ni calcular potencias, pero hasta los niños de primer grado sabían recitar monólogos de Oscar Wilde cuya representación escrita ignoraban.
Una noche en el quincho el séquito de la perdición hizo que Josefina votara cuál de todos era el mejor intérprete de Ricardo Tercero, y como ella eligió a Natale tuvo que pasar varios días escuchando a Güemes repasar el texto mientras le rogaba consejos para hacerlo cada vez mejor.
Llegó un punto en el que nadie hablaba como un ser humano normal, y cualquier diálogo anodino (qué tal Rosa me da un cuarto de flautitas, no flautitas no quedaron, bueno entonces miñones, muy bien eso sí) tenía visos teatrales.
Pero no importaba cuánto esmero pusieran: ninguno sería nunca mejor intérprete que Josefina. Fue ella quien convenció a todos de que era indispensable allanar también el llamado el componente técnico (compra de cámaras, equipos de sonido y de iluminación, materiales para utilería) y algunos de los ex tamberos dejaron atrás sus vacas y sus prejuicios para invertir lo que ya no tenían en el fascinante mundo de la realización cinematográfica.
Y cuando todo eso estuvo listo y la cuenta bancaria municipal alcanzó la suma de cero, Josefina convenció a su vez a Güemes de utilizar los ahorros familiares (cuyo rédito a fin de cuentas redundaría en la felicidad general) y de vender incluso las joyas de su difunta esposa para que el europeizado director no se espantara de la miseria que allí ya todos tenían tan naturalizada: se pavimentaron las calles, se renovaron las luminarias, y en los boulevares y las plazas un ejército de jardineros profesionales y amateurs plantaron tulipanes y palmeras. El perro del nieto de Albarelos hizo un pozo junto a unos pimpollos recién brotados y se salvó de la perrera sólo porque su abuelo intercedió por él ante el intendente.
Nadie nunca se hubiera imaginado lo eficiente que podía llegar a ser Dardito, quizás hasta entonces sólo le había faltado motivación, quizás la perspectiva de destronar al hermano forzaba sus neuronas más allá de lo imaginable, pero el punto es que digitaba todo como si fuera ingeniero nuclear, lo que conmovió al padre al punto de que comenzara a saludarlo sin tener la boca llena.
Ella misma, y casi podría decirse que a modo de retribución por los servicios prestados, tuvo con Dardito un gesto memorable. A la mañana siguiente del regreso de Dino, despuntando los primeros rayos del alba, Josefina aplaudió tres veces en el frente a su casa.
Recién despierto se le potenciaba la expresión de becerro, y el torbellino de emociones que se había iniciado en su alma con sólo verla lo hacía tartamudear. Ella le puso una mano en el hombro al decir:
-Vengo a agradecerte.
Y después le dio un beso en la mejilla, y lo tomó de la mano, y al mirarlo a los ojos le sonrió y se dio el tiempo para pensar que esa despedida sería lo más cinematográfico que ocurriría jamás en aquella capital nacional de la nada.
Ella ya pasaba por debajo del cartel con el nombre del pueblo cuando Dardito pudo reaccionar y abrió la mano, en la que encontró una llave prendida a un llavero con su nombre: Dardo Güemes, Hijo.
En todo ese tiempo varada fuera del mundo Josefina procedió con paciencia y eficacia, y en cuanto había conseguido veinte años de impuestos pagos había hecho los trámites para poner la casa de Dino a su nombre. Ninguno de los Dardos reconoció a Quica en la titular de la escritura que, mientras todo se iba a pique, encontraron en el escritorio del intendente y en los de cada uno de los integrantes del séquito del quincho: Josefina Santos le vendía su propiedad a Dardito, que a su vez pagaba con presupuesto municipal (lo que Josefina se tomó el trabajo de documentar y anexar a la escritura). Aquella operación hacía un poco más equitativa la inversión de Güemes padre en la mediocridad de los dos hermanos, y de paso lo enfurecía porque mi propio hijo, a su propio hermano y… dinero del tesoro municipal, y a Dino, porque esa casa es mía, me la robaron y a Dardito, porque me acusan injustamente, y al vasallaje cada vez menos silencioso al que le tocaba presenciar todo aquello mientras los estómagos de sus hijos comenzaban a tronar de hambre, y por eso no
tardaron en poner fin a la carrera feudal de Güemes y optar luego por la renovación electoral encarnada en la figura de un tal Laborde.
O algo así. Eso fue lo que Josefina entendió al leer el pequeño recuadro de aquel diario de la capital, lo único que pudo encontrar sobre el tema. No había referencias al frustrado nuevo Godard, ni al pelotón de actores sin película, ni a los equipos técnicos que llegarían a apolillarse antes de alguien los encendiera nunca ¿Acaso alguien más que ella llegaría alguna vez a comprender la verdadera trama de todo aquello? Y los Güemes, ¿Cuánto tardarían en deducir que Josefina Santos era ella? Poco y nada, pero qué importaba si no había quedado un solo peso para salir, ni siquiera para buscarla, de aquella enorme trampa.
Sentada en la mesita de la cocina del departamento que se compró con el dinero de la venta de su casa, recortó aquel recuadro y lo guardó en un sobre junto con la Torre Eiffel amarilla y desvencijada, y después puso ese sobre en un cajón de su mesa de luz, como testimonio de la implosión de aquel pueblo de mala muerte.
En Letras y cine. Diego Paszkowski (comp.) Editorial Azul Francia, 2018.